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Por Francisco Ramos Aguirre
México es un país de leyendas, tradiciones y volcanes. Sobre estas manifestaciones culturales, Tamaulipas no es la excepción. Tampoco sus regiones y ciudades, donde su presencia se remonta a tiempos prehispánicos. El periódico El Tiempo de mayo de 1890, recoge en sus páginas una leyenda relacionada con los ríos Pánuco y Tamesí, contada desde tiempos remotos por los viejos marineros del puerto de Tampico. Esta interesante narración, tiene como escenario el río Pánuco y alguno de los exuberantes parajes de ahora denominado municipio de Altamira.
Es una leyenda popular sobre un amor en desconsuelo, protagonizada por una princesa indígena y un conquistador con fama de despiadado, que nos remonta al encuentro de la Malinche y Hernán Cortés. Esta trama donde la mezcla de culturas y resistencia a la conquista española, concluye en la reencarnación de una princesa indígena en exóticos animales marinos y de aguas dulces, en este caso tiburones y toninas, aunque podría tratarse de perros de agua y cocodrilos, abundantes en esos lugares. Como toda narración de este género, la leyenda tiene mucho de historia, así como la historia tiene algo de leyenda.
Lo interesante de su contenido, es la alusión a Miquihuana nombre del municipio tamaulipeco ubicado en la Sierra Madre Oriental. Hasta ahora, se desconoce el origen del vocablo, probablemente surgido en alguno de los grupos de indios pisones que habitó esta región hace cientos de años.
Gracias a voz a los marineros del Golfo de México, a finales del siglo XIX la narración o leyenda, desconocida para los habitantes del sur de la entidad, logró difundirse en algunos periódicos. Poco se conoce sobre su origen, sólo el registro en la memoria de los antiguos habitantes nos permite acercarnos a un relato donde se conjuga, la historia, el amor y la ficción.
“Vivía en 1537 en un jacal de Altamira, un descendiente de los reyes aztecas, oculto a las miradas de los conquistadores, que habían convertido en esclavos a los que pocos años antes los reyes y señores de este vasto territorio.
Tenía este cacique una hija tan bella como admiradora de los españoles, y a pesar de que oía constantemente los lamentos de su padre, estaba enamorada del capitán D. Álvaro de Pineda, uno de los más crueles conquistadores en aquella región.
Miquihuana, que así se llamaba la princesa azteca, ocultábase de día al lado de su padre, y ya entrada la noche cuando el anciano se entregaba al sueño, ella, envuelta en rica túnica, vagaba por los campos en pos de aquella pasión que la dominaba.
Una noche tormentosa y oscura, salió de su jacal, como de costumbre, y aterrada ante la tempestad que en aquellos momentos se desataba sobre su cabeza, volvió a su albergue y halló a su padre que, sabedor de lo que su hija sufría, le amonestó dulcemente y la obligó a que matáse aquella ilusión criminal que embargaba su corazón.
Miquihuana no osó levantar los ojos ante su padre; lloró en silencio y esperó.
Cesó de rugir el trueque; las nubes negras que anunciaban destruir todo lo creado, alejándose, y el noble viejo volvió al lecho confiando en que su hija no saldría ya en aquella noche, arrastrada por si insensata pasión.
¡Cuán equivocado estaba!
Allá cuando las aves del bosque comenzaban a ensayar sus cadencias para alabar en su bello lenguaje al Dios de todo lo creado, Miquihuana se adornó con sus más preciosos atavíos, y salió precipitadamente de aquella mansión (sic) donde había pasado tantos años.
Aún las sombras de la noche amparaban los valles, y sólo se percibía el ruido embriagador que formulaba el Pánuco.
Perdida Miquihuana, en su fantástica imaginación, concibe el más atrevido deseo: ¡Sepultar su amor en aquellas aguas cristalinas que parecían llamar en su triste hora de amargura!
La noble india, presa de una locura desconocida, se dirige con paso precipitado al rio; recorre sus riberas y dando un adiós al cielo, se precipita en sus aguas.
Al día siguiente, cuando el anciano no hallo a su lado a su hija tan querida, murió de tristeza y desconsuelo.
Desde entonces, todas las noches cuando el reloj marca las doce, un enjambre de animales raros pueblan el río. Esos son los guardianes de la noble princesa azteca, que mora en las regiones escondidas del Panuco.
-Y bien- dijimos al marino, -esa tradición que nos ha reflejado-¿a qué conduce? ¿Esos animales raros que pueblan el rio, a qué especie pertenecen?
-Ahí voy, señor periodista. Ya sabía yo que ustedes todo lo quieren guisado con arroz. Esos animales que hoy llamamos tiburones y toninas, sufren una persecución atroz. Hace sesenta años que se les caza sin descanso. ¿Y qué, no aumenta su número día a día?
-Creímos, señor, que estas fieras vivían en Pánuco de los desechos de la ciudad.
-¡Ca! No señor,- se apresuró a decir el viejo bolero.- No señor, es que en Tampico existen muchas Miquihuanas, tan bellas y encantadoras como la noble india, y los pobladores del Pánuco esperan tener por reina una hija del puerto.”