Por Francisco Ramos Aguirre
La historia eclesiástica de Tamaulipas, consigna acontecimientos verdaderamente asombrosos. A lo largo del tiempo, obispos, sacerdotes, monjas, frailes, monaguillos y sacristanes han protagonizado verdaderos episodios, suficientes para escribir noveles donde la emoción y suspenso no tendrían límites. Por ejemplo: el reconocimiento de las leyes de reforma por Francisco de Paula y Verea, obispo de Linares; la presencia de Ignacio Montes de Oca, literato y confesor del emperador Maximiliano; Ramón Lozano, presbítero de Santa Bárbara, donde procreó varios hijos reconocidos por el Congreso del Estado; Eduardo Sánchez Camacho, obispo apóstata negador de las apariciones guadalupanas; Fray Raymundo López Mateos, franciscano de consignas políticas provocadoras: “El PRI es un tomate perdido” y otros que conocieron la belleza femenina victorense, abandonando el celibato. Lo mismo el fantasma de la monja Josefina, habitante nocturna que se refleja en un espejo del Museo Regional de Historia de Tamaulipas.
Sin embargo, poco sabemos del tránsito por tierras cuerudas del joven seminarista jalisciense Sabás Reyes Salazar, quien alcanzó la santidad por su conducta como mártir durante la Guerra Cristera en México (1926-1929). Motivado por el espíritu religioso propio de la región central del país, inició su carrera clerical en Guadalajara. En 1910, por diversas cuestiones, llegó a Ciudad Victoria, invitado por el ilustrísimo y reverendísimo obispo José de Jesús Guzmán y Sánchez, hijo del estado de Durango. En el seminario concluyó sus estudios sacerdotales y Guzmán lo ordenó presbítero en 1911, durante una misa concelebrada en la parroquia de Nuestra Señora del Refugio de la capital tamaulipeca.
Al año siguiente partió a Guadalajara donde cantó en latín su primera misa en la catedral; y nuevamente retornó a Tamaulipas, específicamente a la zona huasteca entre Tantoyuca, Veracruz y Tampico, para ejercer el ministerio por dos años entre los habitantes de aquella región. La situación social precaria de los indios huastecos, condiciones insalubres costeñas, cacicazgos rurales, despunte de la industria petrolera y la Revolución Constitucionalista, no fueron ajenas al obispo Guzmán y al padre Sabás, durante su estancia en el trópico.
Sin embargo, la lucha armada entre carrancistas y huertistas en Tampico y la persecución clerical, hicieron insostenible su presencia en el Golfo de México, fueron los principales motivos para que el padre Sabás solicitara su traslado a su entidad natal, donde sirvió a la iglesia en diferentes poblaciones de Jalisco. En 1927 la vorágine de la Guerra Cristera, llegó hasta su parroquia del pueblo de Tototlán. En ese momento la violencia y persecución religiosa, promovida por el gobierno del presidente Plutarco Elías Callas, estaba en el punto más candente.
Una fresca mañana del doce de abril, los soldados federales llegaron a su casa y lo apresaron. El día siguiente, después de horas de tortura y lamentos para que delatara a otros sacerdotes cristeros. Sin pronunciar una palabra delatora, el padre Sabás fue fusilado en el cementerio del pueblo. Uno de los soldados integrante del pelotón comentó horas más tarde: “Hombre, me pudo mucho matar a ese cura; ése murió injustamente. Le habíamos dados tres o cuatro balazos y todavía se levantaba y gritaba: ¡Viva Cristo Rey!” Así concluyó la vida del único santo que antes de serlo, radicó algún tiempo en Tamaulipas.